Texto presentado en el Coloquio internacional “José Martí, escritor de todos los tiempos”, celebrado en La Habana, del 14 al 16 de mayo de 2014.
Hacia finales del siglo XIX se produjo en América un incremento de las publicaciones periódicas caracterizado tanto por la variedad como por la calidad de las mismas, lo cual atrajo una gran cantidad de público lector entre los pequeños sectores ilustrados. Fue ese el momento en que los periódicos y revistas se convirtieron en los espacios por excelencia para el intercambio y la socialización desde las más diversas esferas de la realización cultural. Este panorama estuvo condicionado en gran medida por la maduración de las sociedades capitalistas donde la cultura tendría en sus incipientes medios de comunicación sus más eficaces herramientas de difusión y arraigo. Es en este contexto que Martí se inició en el conocimiento de los procesos editoriales y concientizó el valor del género periodístico como vía certera para incidir en la conformación de constructos para el desarrollo social. Por eso, cuando su amigo Aaron da Costa Gómez le propuso la creación de una revista infantil, confirió a La Edad de Oro una significación especial al considerarla un medio esencial para la articulación de ese ambicioso proyecto cultural que venía preparando para Hispanoamérica. En su intercambio “con los caballeros de mañana, y con las madres de mañana” sentaría, con un gran sentido de futuridad, las bases para el desenvolvimiento de las naciones americanas.
En La Edad de Oro, Martí establece un momento de ruptura con el sistema cultural de su época, empezando por el criterio mismo de literatura infantil. En el siglo XIX aún no se habían llevado a cabo estudios sólidos en torno a este género literario, por lo que este tipo de publicaciones se formulaba y estereotipaba sobre la base del entretenimiento y el didactismo moralizante, siempre al servicio de una formación que se correspondiera con los valores e intereses propios de la clase dominante. De igual forma, se apelaba a la conducta emotiva e irreflexiva de los niños, y se insistía en la adopción de una postura obediente y conformista.
Martí, por el contrario, y en consonancia con su gran interés por las teorías de la educación, encontró en la literatura infantil una vía para la formación de los niños a través del estímulo de la creatividad y del interés por el conocimiento integral y el ejercicio del criterio, pues los valoraba seres pensantes, capaces de razonamientos ingeniosos, a diferencia de muchos de los autores que le precedieron y de sus contemporáneos, quienes veían en los infantes entes miméticos con respecto a los adultos. De esta forma, Martí, heredero de toda una tradición de pensamiento pedagógico nacional y foráneo, desplazó con La Edad de Oro el esquema de inducción a la apropiación acrítica predominante hasta el momento, para vertebrar un nuevo aparato formativo que se basaba en el incentivo a la reflexión.
A través de La Edad de Oro, se propuso echar los cimientos de un pensamiento cultural revolucionario (en el más amplio sentido de la palabra) en los pequeños lectores, ya que, como bien apuntaran Luis Álvarez y Olga García, “partía del supuesto —al menos intuitivo— de que era necesario el estudio de la cultura, no tanto en términos de descripción de un estado específico de la sociedad, sino en términos de que cumpliera una función de encauzar la construcción del porvenir social”1.
Martí entendió que la etapa infanto-juvenil es el momento idóneo para el fomento de aquellos valores y principios en los hombres y mujeres que podrían garantizar el bienestar futuro de la América hispana. Es por este motivo que su proyecto cultural destinado a los niños estuvo en vínculo directo con una perspectiva pedagógica. A decir de los autores antes citados, “Educación y cultura (…) resultan en su pensamiento armas para la modelación de una sociedad hispanoamericana —con énfasis evidente en la situación cubana— destinada a la libertad y la justicia”2. Así, Martí se propone construir los asideros culturales sobre los que deberían erigirse las naciones latinoamericanas al considerarla una misión social urgente en aquel momento histórico. Para su logro, concluye que el público de La Edad de Oro debía enfrentarse a ideas claras, sin sufrir las tergiversaciones de la realidad; de ahí que prefiriera dirigirse a esos lectores con sumo rigor en cada una de las temáticas tratadas, sin edulcoraciones ni lenguajes “infantiles” que pudieran atentar contra la gravedad de las ideas que intentaba trasmitir. Para Martí era primordial fomentar en los niños el interés por el conocimiento de la realidad, pues en ello estriba la conquista de la autonomía del pensamiento que tanto defendía, al juzgarla la principal garantía para la libertad de acción. De ahí que también considerara un peligro el conocimiento cultural que se basara solamente en una instrucción artístico-literaria, sin consonancia directa con las vivencias propias.
Por tanto, para entender la proyección cultural martiana en La Edad de Oro es preciso ubicarse en el contexto socio-histórico, que lo explica y determina.
Esta revista fue concebida en Nueva York en 1889, en un momento en que se asistía a la formación de los EE.UU. como la fecunda nación-imperio de la modernidad. Sus ansias expansionistas amenazaban con devorar las culturas originarias y las economías de los países americanos que tan bien él conocía debido a sus recorridos por el continente. Es en este contexto histórico que Martí se erige como defensor de los pueblos de Hispanoamérica y encamina su lucha para la salvaguarda de su integridad. Carlos Jáuregui, en su ensayo “Canibalia”, hace un análisis riguroso de los procesos culturales en Latinoamérica desde un enfoque de la apropiación y el consumo cultural. Al referirse al posicionamiento martiano ante la coyuntura histórica, expone: “Martí produce en los EE.UU. un relato de identidad continental latinoamericana mediante la representación de una modernidad capitalista expansiva. El tropo de la monstruosidad y la ingestión delinea su cartografía cultural y geopolítica. El apetito, la incorporación y el canibalismo nombran el imperialismo y por oposición, al cuerpo devorado”3. Y fue precisamente La Edad de Oro uno de los instrumentos discursivos de que se sirvió para desplegar toda su propaganda contra la insaciable voracidad imperial estadounidense y promover su retórica emancipatoria.
Bajo estos presupuestos, Martí introduce en sus textos de La Edad de Oro estructuras culturales a través del lenguaje y los elementos de contenido, formales y contextuales. Esto le interesaba sobremanera, pues consideraba que suscitar en los individuos una conciencia de pertenencia era el primer paso en el logro de la unidad, independencia e integración latinoamericanas. Para Martí, la sociedad solo podía consolidarse a partir de un desarrollo consciente de su cultura. De ahí que salieran de su pluma relatos que trataran diferentes momentos de la historia americana (“Tres héroes”, “El Padre las Casas”, “Las ruinas indias”, por ejemplo), como forma de mantener vivo el pasado, porque solo con su conocimiento se puede entender el estado de lo presente. Contextualizar y explicar los elementos culturales de la región fueron intereses particulares en él, pues entendía el peligro que suponía para el desarrollo de una cultura la ausencia de pilares que la sostuvieran. Temía que la falta de raigambre condujera a la búsqueda de paradigmas discordantes con las historias y realidades americanas y produjera una cultura del mimetismo, corruptora de las esencias de sus pueblos.
Sin embargo, esta necesidad de una conciencia de lo propio no implicaba una cerrazón a la experiencia universal y a la integración de valores que pudieran nutrir la cultura favorablemente. Es por ello que dentro del proyecto martiano también se contemplan textos que aluden a realidades de otras partes del mundo, y que, si bien en algunos casos no se correspondían con las esencias americanas, tampoco constituían una oposición. De tal modo, aparecen en La Edad de Oro textos como “Un paseo por la tierra de los anamitas” y “Los dos ruiseñores”, donde se les cuenta a los niños historias y leyendas del continente asiático;“Cuentos de elefantes”, en que se les habla de lo que ocurría en África; “La Exposición de París” y “La Galería de las Máquinas”, que ilustra el desarrollo de Europa.
Todos estos textos poseen un carácter diferenciador, ya que tienen como objetivo fundamental (aunque no único, pues cada texto de La Edad de Oro es un compendio de enseñanzas) el acercamiento a diversos aspectos de diferentes geoculturas desde un criterio de igualdad social, puesto que no se recurre a un establecimiento de jerarquía entre ellas. Para Martí, todas las culturas son igualmente legítimas, y el conocimiento y respeto a ellas garantiza su coexistencia pacífica, e incluso, su interrelación. De esta manera subvierte el binomio civilización/barbarie tan en boga en su tiempo, según el cual la cultura euroccidental era superior por ser civilizada (entiéndase civilización en términos de desarrollo socio-económico), mientras que, las que no la reproducían, encarnaban el símbolo de la barbarie. Para Martí, civilización constituye la construcción cultural de cualquier pueblo sin importar su estadio de desarrollo, mientras que barbarie sería el genocidio cultural, es decir, el atentado de una cultura a otra, sea cual fuere su naturaleza. Para él la falsa distinción civilización/barbarie no es más que el resultado de una tendencia europeizada en América, signada por la incultura en tanto desconocimiento de la otredad en cualquiera de sus variantes. De acuerdo con la visión martiana, todas las culturas poseen un mismo valor porque todos los hombres que las construyen son los mismos en su esencia humana, lo que los diferencia son sus formas para expresarla. Es por ello que también se incluyen en La Edad de Oro textos de carácter unificador como “Un juego nuevo y otros viejos” y “La historia del hombre contada por sus casas”, en los que se acentúa la intención de igualar a los hombres de todas las épocas, geografías y razas.
En otro estadio de su pensamiento, Martí hace extensivo su concepto capital de integración, incluso dentro de una misma cultura, una vez alcanzada una valoración integral de los procesos culturales en el continente sincrético. Martí entendió que las naciones latinoamericanas se estaban formando sobre la base de una hibridación cultural, por lo cual el direccionamiento del proceso debía basarse en el acomodo y convivencia de sus componentes heterogéneos. Esta concepción se debe a su criterio de que la cultura no constituye un sistema fijo e inmutable, sino una dialéctica de valores que es, a la vez, resultado de un proceso histórico, resultante de prácticas creadoras de nuevos sentidos.
El concepto martiano de cultura que se pone de relieve en La Edad de Oro no solo supone factores de carácter idiosincrático, ideológico y de prácticas sociales; también contempla el influjo del desarrollo tecnológico, lo cual se expresa en su interés por el detalle de la innovación y la promoción de los avances que contribuyan al mejoramiento de la vida de los hombres. Esto se puede apreciar en los textos “Historia de la cuchara y el tenedor”, “La Galería de las Máquinas” y “La Exposición de París”. Sin embargo, advierte que este desarrollo transformador de la existencia social, influye paralelamente en el desarrollo cultural, y teme por que este fenómeno desestabilice y hasta engulla al propio hombre en su cotidianidad, de ahí que en sus Escenas norteamericanas exprese: “La cultura quiere cierto reposo y limpieza, así como la vida doméstica…”.
Martí avizoró la posibilidad de que la cultura pudiera ser manipulada por las instancias de poder a las que ella responde, pero nunca hubiera imaginado las dimensiones que esto alcanzaría. Al proceso de modernización y expansión cultural del que fuera partícipe, ha sucedido uno de globalización en que las culturas nacionales se han ido disolviendo. La historia ha demostrado que el intento de dominación hegemónica siempre ha sido una constante en el largo devenir de la humanidad; sin embargo, nunca antes había sido tan marcada la concentración del poder al punto de incidir inevitablemente en los procesos de desarrollo cultural de todas las sociedades del mundo.
La cultura se ha convertido en un elemento estratégico de manipulación en el campo de las relaciones internacionales por parte de las entidades de poder. Estas han fomentado la pérdida de la diversidad de expresiones culturales en pos de una homogenización global que resulte predominante y que responda a los intereses mercantiles de las grandes potencias. Podría decirse que, en la actualidad, existe una industria de la cultura que construye modelos de comportamiento mimético a escala planetaria en función de crear necesidades de consumo cultural que conlleven a un incremento de los ingresos financieros de los conglomerados hegemónicos. Un rol fundamental en este empeño lo juegan los medios de comunicación masiva monopolizados por las grandes compañías trasnacionales que se encargan de repetir, una y otra vez, los mismos patrones artificiales que nada tienen en común con los valores de autoctonía.
Todo esto demuestra que “la cultura no está per se por encima del bien y el mal. Es el bien y el mal. Como concepto totalizador, todo lo que el hombre hace y es constituye una expresión de la cultura; puede ser emblema de libertad o de alienación. Puede estimular tanto la creatividad y la tolerancia como el conformismo y la opresión, en nombre de la tradición o la identidad”4.
De la misma manera que en las postrimerías del siglo XIX Martí hizo uso del mejor medio de difusión del momento (la revista literaria) para la propagación de la defensa de las culturas americanas, hoy, desde una misma perspectiva, y con recursos comunicativos de mucho mayor alcance y eficacia (el audiovisual, por ejemplo), las potencias hegemónicas buscan extinguir todo rasgo diferenciador de identidades. Hoy más que nunca se hace necesario retomar el proyecto cultural de liberación martiano desde una mirada contemporánea.
Tomado de Periódico Cubarte
Deja una respuesta