El Partido Revolucionario Cubano debía recabar la ayuda y el apoyo del pueblo norteamericano, mostrándole la injusticia de que su gobierno pudiera impedirle la independencia de Cuba
Una vez fundado el Partido Revolucionario Cubano, en abril de 1892, José Martí centró todos sus esfuerzos en organizar la guerra para liberar a las dos últimas posesiones de España en América: Cuba y Puerto Rico. Para lograrlo, debían establecerse relaciones con todos los pueblos amigos. Uno de estos era el estadounidense, con el que convivían a diario la mayor parte de los antillanos radicados en el extranjero.
El asentamiento de grupos relativamente numerosos en territorio del Norte se incrementó después del inicio de la Guerra de los Diez Años. La lucha por la libertad en la Mayor de las Antillas despertó la simpatía y el apoyo de gran parte de los ciudadanos de aquel país. Diametralmente opuesta fue la actitud de las autoridades de Washington, quienes continuaron la política tendente a mantener a Cuba en manos de España hasta tanto fuera posible adquirirla o anexarla al Norte. Para Martí, esta distinción nunca ofreció dudas: “Podrán los gobiernos desconocernos: los pueblos tendrán siempre que amarnos y admiramos”. [O.C.Ed.C., t. 1, p. 276]
La sabiduría política del Delegado estuvo en alentar y fomentar esta posición de honda raíz liberal y progresista, latente en diversos sectores dentro de los Estados Unidos. Orientó a todos los clubes y Cuerpos de Consejo obtener el apoyo de aquellos hombres y mujeres que durante años habían dado muestras de simpatía hacia quienes aspiraban a instaurar en su patria la libertad y la democracia. En una de sus comunicaciones expresó: “el respeto de este país nos es indispensable”, [OC, t. 2, p. 84] y en otra: “La exhibición de nuestros móviles y carácter ante el país norteamericano es, pues, un deber político de extrema importancia, un deber de conservación nacional”. La independencia de Cuba y Puerto Rico “correría gran riesgo” si en aquellos momentos en que se intentaba organizar la revolución, los patriotas fueran incapaces de lograr que el pueblo norteamericano conociera y respetara “los méritos y capacidades de las Islas”, [OC, t. 1, p. 447] de modo que tuviera argumentos para variar o neutralizar las tendencias negativas impulsadas o alentadas por los políticos de oficio.
Con tal objetivo, el Delegado se propuso, desde los primeros momentos de su actuación al frente del Partido, realizar una continua labor de propaganda en la prensa nacional, y redactar un manifiesto en idioma inglés en el que se explicaran las razones de los independentistas para no cejar en sus luchas.
Los dos pueblos podían conocerse mejor, y de este modo ganar mutuamente “más amistad y más respeto”, [OC, t. 5, p. 68] como debía existir entre todos los habitantes del continente.
En los continuos viajes del Delegado a las diferentes localidades donde residían y trabajaban sus compatriotas, ademas de contribuir al perfeccionamiento de los clubes, favorecía la participación de los ciudadanos estadounidenses en las veladas y conferencias organizadas por distintos motivos, y cuando la ocasión era propicia hablaba en su idioma a los invitados, como lo hacía a los obreros norteños en las fábricas de tabaco que visitaba.
Esta sistemática campaña estaba dirigida a contrarrestar la previsible actuación del gobierno estadounidense contra los independentistas, pues España era una nación amiga de Estados Unidos, cuyo gobierno podía acceder, consecuente con su actuación durante la Guerra Grande, a las solicitudes de la Corona para neutralizar a los independentistas o, en el peor de los casos, impedir la continuación de sus actividades legales.
Además, el Maestro tenía en cuenta la campaña anexionista llevada a cabo de modo sostenido por los elementos interesados, tanto en Cuba como en el Norte, para que la Mayor de las Antillas pasara a formar parte del poderoso vecino.
El Partido debía recabar la ayuda y el apoyo del pueblo norteamericano, mostrándole la injusticia de que su gobierno pudiera impedirle a los hijos de la Llave del Golfo organizarse y reunir recursos con que luchar por su independencia, como habían hecho en su momento las antiguas colonias contra la metrópoli inglesa. Paralelamente, debía mostrarse a los sectores democráticos del Norte que el pueblo cubano rechazaba la anexión, a la vez que reconocía los beneficios que para ambos pueblos reportaría “la amistad y comercio entre las dos repúblicas”. [OC, t. 4, p. 334] Esperaba obtener “ayuda ―más moral que material― en el pueblo norteamericano, ayuda en que insisto y que preparo, y creo hemos de conseguir”. [OC, t. 2, p. 124]
Al concluir las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, aunque un cambio en la administración no equivalía a transformaciones notables de una política secular, el periódico Patria se pronunció favorablemente ante el triunfo del Partido Demócrata, lo que podría significar la desaparición del proteccionismo mantenido por Harrison, pues las tarifas impuestas por la ley McKinley no beneficiaban a las repúblicas meridionales, aplastadas bajo una “reciprocidad” leonina, que debería ceder ante las necesidades de toda la América. Entre la Isla, una vez liberada, y los Estados Unidos, “el respeto conquistado por la propia emancipación, y el comercio libre, son los únicos medios de mantener la paz cordial”. [OC, t. 2, p. 347]
Estos razonamientos fueron compartidos por una considerable parte del pueblo estadounidense, que se manifestó de múltiples formas en las localidades donde compartían con los cubanos la vida social y económica. No solo asistían a las veladas y conferencias organizadas por los clubes revolucionarios, sino tomaban parte en las actividades artísticas, se pronunciaban públicamente a favor de la independencia de Cuba; y la prensa del país, en múltiples ocasiones, reflejó con respeto y admiración el amor de los cubanos por la libertad y se manifestó favorablemente acerca del empeño por alcanzarla. No faltaban quienes adoptaban posiciones totalmente opuestas, pero Martí diferenciaba al “norteamericano bribón” del “republicanismo de sus compatriotas”; a los “bandidos de la lengua” de los “norteamericanos justicieros”; a “los pedantes incapaces” de los “hombres buenos”. [OC, t. 3, p. 52 y 53]
En el momento decisivo, el gobierno de los Estados Unidos dio su apoyo a la monarquía española, al actuar contra los independentistas cubanos, quienes con el mayor sigilo habían preparado tres expediciones que saldrían desde el puerto floridano de Fernandina para trasladar su carga de armas y hombres hacia las costas de la Isla. Una orden del Secretario de Hacienda de Washington, en los primeros días de enero de 1895 dio inicio a una operación que impidió la salida de las embarcaciones, a la vez que las armas fueron incautadas.
A pesar del revés sufrido, el 24 de febrero de 1895 comenzaron las hostilidades. Fue entonces cuando la amistosa solidaridad alcanzó su punto más alto.
Al júbilo de los cubanos radicados en territorio estadounidense se unieron sus amigos del país, quienes hicieron patente el apoyo a la lucha por la libertad mediante el envío de donativos, el ofrecimiento de locales para reuniones y mítines, con expresiones de simpatía y apoyo moral a la causa de Cuba, con peticiones de reconocimiento de la beligerancia de los patriotas dirigidas al Gobierno Federal, y solicitudes a este para que expresara su desaprobación al régimen colonial de la Isla, así como con resoluciones al respecto por parte de las Legislaturas de la Florida, New York, Pennsylvania y Washington. Inclusive, en Cincinatti se fundó un periódico en inglés, El Cubano, patrocinado y redactado por estadounidenses.
El Apóstol expresó entonces, prevenido contra la posible intervención yanqui en la guerra: “Y una vez en Cuba los Estados Unidos, ¿quién los saca de ella?” Aquella intromisión equivaldría a “la pérdida, o una transformación que es como la pérdida, de nuestra nacionalidad”. [OC, t. 1, p. 251]
A los estadounidenses amantes de la libertad y el decoro del hombre se dirigió Martí desde la manigua cubana en carta remitida a The New York Herald, publicada el 19 de mayo, día en que una bala enemiga privaba a la revolución del más lúcido de sus guías. En ella explicaba las causas de la guerra, la capacidad del pueblo para vencer sobre el colonialismo español y constituirse en república democrática, a la vez que señalaba las razones por las que “los cubanos arrogantes o débiles, o desconocedores de la energía de su patria”, tienden a apoyarse “en un poder extraño que se prestase sin cordura a entrar de intruso en la natural lucha doméstica de la isla favoreciendo a su clase oligárquica e inútil contra su población matriz y productora, como el imperio francés favoreció en México a Maximiliano”. No debería cometerse tal error, que solo perpetuaría “el alma de amo” en el país que derramaba su sangre por extirpar de su cuerpo aquel elemento impuro. Por el contrario, Estados Unidos, dijo el Apóstol:
“preferirían contribuir a la solidez de la libertad de Cuba, con la amistad sincera a su pueblo independiente que los ama y les abrirá sus licencias todas, a ser cómplice de una oligarquía pretenciosa y nula que sólo buscase en ellos el modo de afincar el poder local de la clase, en verdad, ínfima de la Isla, sobre la clase superior, —la de sus conciudadanos productores”. [OC, t. 4, p. 156]
Este fue el último mensaje de José Martí a los estadounidenses, el cual desarrolló las ideas recogidas en la frase sintetizadora del Maestro: “Amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting”, [OC, t. 1, p. 237] contraposición que expresa una de las ideas centrales de la política concebida y realizada por el Apóstol, quien apreció las diferencias entre individuos avasalladores como Jay Gould, William Walker o James Blaine, de fundadores como Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman o Wendel Phillips. De aquellos no era posible obtener respeto y amistad; sí de estos, verdaderos representantes del pueblo del país vecino, que junto con el cubano podía y puede compartir los ideales democráticos y humanistas de José Martí.
(*) Investigador del Centro de Estudios Martianos.
Tomado de Granma
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