Si no fuera cubano, yo no tendría la fortuna de aprender todos los días, de reír a carcajadas y de llorar conmovida. Y si no fueran cubanos, yo no contaría con el privilegio de tener cerca a un faro de esperanza que me guía todos los días hacia el lado donde está el deber.
Si yo no fuera cubano, cuántas cosas me habría perdido, cuánta sustancia criolla, qué cantidad de carcajadas y apretones de manos. Si la cigüeña me hubiera lanzado en otras latitudes no me habría criado con las puertas de mi casa siempre abiertas en medio de un vecindario rural, tranquilo y pintoresco.
Me faltarían las fotos junto al busto de Martí en la escuelita primaria, el recuerdo de los padres atando pañoletas al cuello de sus pequeños hijos, el barullo del barrio en las Olimpiadas de 1972 después del nocaut fulminante de Teófilo Stevenson sobre la mandíbula prominente y cuadrada del yanqui Duanne Bobbick, al que apodaban ¨La Esperanza Blanca¨ y que ¨esperanza¨ al fin, pues se la comió el chivo, aun cuando no era verde.
Si yo no fuera cubano, habría ignorado la alegría colectiva que se teje alrededor de una olla grande repleta de caldosa en plena calle. No…
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