No podré olvidar jamás los primeros encuentros con aquel ejemplar, ya para entonces viejo, aunque sin barbas, que nunca he dejado de releer, porque «un libro bueno es lo mismo que un amigo viejo»: era una edición de La Edad de Oro que le habían regalado a mi madre luego de terminar el sexto grado
Por Yeilén Delgado Calvo

La Edad de Oro fue la propuesta de Libro del Mes este enero. Foto: Yadiel de la Campa
La infancia es una puerta, o muchas. La mayor o menor felicidad de esos años determina la adultez que después se asumirá, la persona que seremos para los otros.
No hay recetas al forjar seres humanos buenos, pero influyen el amor ofrecido a quienes despiertan al mundo, sus luces y oscuridades; el respeto que se les muestre, sin actitudes posesivas, violentas ni permisivas; el aliento a su imaginación… y todas las iniciativas posibles para enseñarles los valores que forjan una vida limpia, y que pasan por la honradez, la modestia, la sinceridad…
Los libros, que son el alma del hogar, hacen su parte en ese descubrimiento de la senda iluminada. No podré olvidar jamás los primeros encuentros con aquel ejemplar, ya para entonces viejo, aunque sin barbas, que nunca he dejado de releer, porque «un libro bueno es lo mismo que un amigo viejo»: era una edición de La Edad de Oro que le habían regalado a mi madre luego de terminar el sexto grado.
Fue ese mi primer y definitorio encuentro con Martí.
Aquel hombre, enamorado de una causa grande, enfebrecido de independencia, y herido por la imposibilidad de evitar el derramamiento de sangre, y el dolor de sus coterráneos y también de sus enemigos, sabía que era indispensable, además, para la América suya, que las niñas y los niños se convirtieran en mejores mujeres y hombres, esa era la esperanza del mundo.
Entre julio y octubre de 1889 se publicó en Nueva York esta revista mensual de recreo e instrucción, de la cual solo salieron cuatro entregas, pero que bastaron para formar un libro capital. Fue Gonzalo de Quesada quien, una década después de la muerte del Apóstol, los reunió; aquel no había sido un proyecto trunco, sino la concentración de algunas de las páginas más altas de la literatura infantil en el continente.
Martí no habla a la infancia menospreciándola, sino reconociendo la inteligencia de que es capaz: «Les vamos a decir cómo está hecho el mundo: les vamos a contar todo lo que han hecho los hombres hasta ahora (…). Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer».
Así les escribirá sobre la muerte, la ambición, la ingratitud, las historias de los pueblos y de los héroes, y de cada texto emana una enseñanza noble, dicha casi como sin querer, pero con palabras tan leves que se alzan, entran en el corazón y ya no se van.
A no tomar decisiones irreflexivas aprendí mediante la desesperación de la mora de Trípoli; a entender las diferencias de clases como un invento perverso de la inhumanidad me enseñaron Los dos príncipes y Los zapaticos de rosa; de Masicas, loca por su incesante «querer más», me apiadé; y supe de otras tierras tan fantásticas como reales, del arte, de la existencia y sus encrucijadas.
Con un decir que vuela, de padre amoroso, nos cuenta el Maestro que debemos ser como Bebé y no señores pomposos, y siempre amar, sobre los oropeles nuevos, a La muñeca negra, la que lleva las marcas de nuestro amor:
«Raúl no tiene mamá que le compre vestidos de duquecito: Raúl no tiene tíos largos que le compren sables. Bebé levanta la cabecita poco a poco: Raúl está dormido: Luisa se ha ido a su cuarto a ponerse olores. Bebé se escurre de la cama, va al tocador en la punta de los pies, levanta el sable despacio, para que no haga ruido… y ¿qué hace, qué hace Bebé? ¡va riéndose, va riéndose el pícaro! hasta que llega a la almohada de Raúl, y le pone el sable dorado en la almohada».
«Ven, pobrecita: ven, que esos malos te dejaron aquí sola: tú no estás fea, no, aunque no tengas más que una trenza: la fea es esa, la que han traído hoy, la de los ojos que no hablan (…) ¡y a dormir, abrazadas las dos! ¡te quiero, porque no te quieren!».
No cesa de editarse La Edad de Oro, una nueva impresión se le regala al país por estos días: vayan a ella los padres y sus hijos, los adultos necesitados de abrazos, los jóvenes y adolescentes ansiosos de camino; porque, hay que saberlo: «El que es estúpido no es bueno, y el que es bueno no es estúpido. Tener talento es tener buen corazón; el que tiene buen corazón, ese es el que tiene talento. Todos los pícaros son tontos. Los buenos son los que ganan a la larga».
Obras de arte son los libros como este que nos hacen felices y mejores… por eso somos tantos quienes decimos, donde todo el mundo nos oiga, ¡Este hombre de La Edad de Oro es mi amigo!
Tomado de Granma
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