Por Miguel Cruz Suárez
Mi primera maestra fue Susana, ella nos recibió sonrisa en ristre una mañana de septiembre, en aquella aulita rural y confortable donde éramos unos ocho o diez niños del barrio, asustadizos, humildes y alguno que otro bastante llorones. Su primera frase jamás se nos olvidó: Por algunos años yo seré la persona más parecida a sus madres, para toda la vida seré sencillamente «la maestra Susana».
La figura de aquella mujer, que nos parecía entonces mucho más inmensa de lo que en realidad era, perdura en los recuerdos de la infancia con especial cariño. La respetábamos, la queríamos, la extrañábamos. Tenía una forma peculiar de enseñarnos a leer, dando a las vocales y consonantes sonidos asociados al mundo infantil, símiles sonoros de los carritos, de los trenes y de otras tantas fantasías útiles y hermosas.
Con ella nos fuimos hasta el cuarto grado. Revisaba uñas para evitar la costra; peinaba cabezas para espantar huéspedes indeseados, que suelen matricular casi siempre junto con los alumnos a lo largo de la primaria y un poco más. Corregía conductas, aplaudía el gesto de compartir la merienda o el juguete, era exigente y más de una vez estuvo tentada a colocar el puntero justo en el centro de la cabeza despeinada y volátil de Juanito el Gato, aunque nunca llegó a tocarle un pelo, ni a él ni a ninguno de los demás.
En quinto y sexto cambiamos de maestro y el grupo creció un poco cuando se mudaron a la zona los hermanos Nino y Omar, conocidos por punto y coma, por ser unos mellizos inseparables, pero de distintas estaturas. Los dos años finales de esa etapa recibimos las clases del maestro Arévalo, un hombre campesino, de barba incipiente y botas de trabajo.
Él era uno de los pocos al que no pusimos apodo, cosa bastante rara, pues eso de hacer las chanzas colocando alias a las personas de manera picaresca es costumbre de los muchachos en los pueblos cubanos de casi toda la Isla.
Aquel hombre culto y educado era sencillamente «El Maestro», se le respetaba y quería, se lo había ganado porque todos sabían que además de excelente en la docencia era un magnífico consejero, un amigo y un gran conocedor de la historia y las ciencias.
Él estaba en contra de los sobrenombres, pero comprendiendo que a esas edades y en Cuba poco podría hacer para evitarlos, trataba de darles un sentido menos hiriente, aunque en el caso de Adrián se tuvo que esforzar bastante, porque aquella nariz no daba mucho margen en eso de evitar las mofas. Al final nos convenció de que si algún apodo le poníamos que fuera Ovidio Nasón, que según tengo entendido fue un poeta Romano con muy buena «capacidad olfativa», y acto seguido nos leyó un poema de Quevedo: A una nariz, en el cual se decía dentro de sus versos: «era Ovidio Nasón más narizado».
Cuando un mes de julio nos fuimos de vacaciones levantando orgullosos el diploma del 6to. grado, no sospechábamos que había quedado atrás un mundo íntimo y fantasioso al que no entraríamos más hasta que nuestros propios hijos nos llevaran de regreso. Sin embargo, el recuerdo de aquellos maestros nunca se ha separado de quienes tuvimos la dicha de conocerlos.
Tomado de Granma
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