
Por Miguel Cruz Suárez
A CIEGAS
Anselmito no era un niño alegre, tenía una malformación congénita que le causó la pérdida total de la visión al cumplir el primer mes de nacido. Él no sabía de los colores de la vida, pero tenía un alma inmensa, quizás demasiado grande para sus siete años y para la miseria de su hogar campesino.
Un médico había certificado al padre de Anselmito, guajiro humilde que ganaba escaso dinero vendiendo la leche de sus dos vacas, que lo del pequeño no tenía cura. Artemio sufría ante la impotencia de saberse incapaz de resolver el problema de su hijo y como único consuelo para aquel mal que ensombrecía la vida del muchachito, estaba una virtud casi mágica, algo que nació espontáneamente en el niño: su habilidad para dibujar cosas que nunca vio y que trasladaba al papel luego de palparlas por unos segundos.
La madre ponía al desdichado en medio de disímiles objetos del hogar y al rato iban apareciendo con trazos casi exactos, los dibujos de casuelas, cucharas, sombreros y otras cosas, siempre evitando ponerle en las manitos nada punzante o cortante.
De noche Artemio y su mujer se quedaban hablando en voz baja junto a la mortecina luz del candil, mientras sus cuerpos dibujaban sombras grotescas en las paredes del bohío. El tema central de su diálogo, giraba en torno a los desmanes de la Guardia Rural, cada vez más agresiva e impotente ante el avance de los Rebeldes. Tenían el temor de que algo les pasara y el muchacho se quedara a la deriva en ese mundo de injusticias.
Los días fueron pasando y las cosas se fueron poniendo peor; la soldadesca de la tiranía había llegado a la zona, según se comentaba para preparar una ofensiva final.
En el hogar las cosas no andaban bien, el niño dejó de dibujar y casi no hablaba; por ratos se sumergía en un mutismo desgarrador; por las noches despertaba sobresaltado y llorando, al día siguiente no recordaba nada y sólo alegaba tener un susto, una sensación extraña de querer trazar algo sobre el papel y no poder hacerlo, como si no entendiera lo que su mente le dictaba.
Una mañana, Artemio recibió un recado del sargento del ejército donde se le decía que tenía que presentarse en el improvisado cuartel de la arboleda y llevar sus vacas, según referían para ponerles un hierro y verificar que no se las habían dado como alimento a los rebeldes. Fue una noticia atroz; la vieja lloraba calladamente para evitar los aguzados sentidos de Anselmito.
El niño tuvo horribles pesadillas y en medio de su sobresalto había pedido a su mamá que le buscara mucho papel, que al otro día quería hacer ¨Dibujitos raros¨. Después de un fuerte abrazo a la compungida esposa, Artemio acarició la cabeza dormida del pequeñuelo y salió lentamente, con sus dos vacas por delante.
En el bohío, Anselmito se despertó más tarde que de costumbre y como no sintió al viejo en los ajetreos del almuerzo, preguntó por él con un evidente sobresalto en la voz. La madre le mintió diciendo que había salido a pastorear las vacas, el niño no habló y prorrumpió en un llanto profundo y melancólico. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas arrugadas de la vieja, que aprovechó el lastimero pesar del niño para descargar sus temores retenidos.
La tarde se había nublado acelerando la llegada inminente de la noche. Las reses se detuvieron asustadas al percibir la cercanía de alguien, instantes después apareció de entre la maleza un soldado armado hasta los dientes. Mandó a detenerse al campesino y lo interrogó. Artemio, con voz entrecortada pero firme, le respondió que acudía a la citación. El militar lo miró desconfiado y con un gesto le indicó que continuara.
En medio de una pequeña explanada, a la vera de la guardarraya, se situaba el campamento militar. Un hombre grueso, con grados de sargento, salió al encuentro de Artemio, lo observó haciendo caso omiso al saludo cortés del guajiro y sin rodeos le ordenó que dejara las vacas y se fuera por donde mismo había llegado. El campesino comprendió el significado de aquello y trató de explicar sobre la importancia de aquellas reses, sobre su familia, sobre el niño ciego, pero el sargento lanzó una sarta de ofensas y le dio la espalda.
Artemio escuchó las burlas de los presentes, mientras un uniformado vino a quitarle las sogas con que había conducido a los animales. En un gesto de ira empujó al soldado que perdió el equilibrio y cayó en la hierba. El sargento viró sobre sus pasos y golpeó al viejo; el militar, pálido de soberbia, dio una orden tajante: – ¡Se lo llevan y lo guindan, lo guindan lejos de aquí que no quiero auras delatando el campamento!
En la pequeña mesa de la casucha campesina, se habían amontonado decenas de papeles alrededor de Anselmito, que movía sus diminutas manos como impulsado por una fuerza ciega, una y otra vez repetía los trazos y con sollozos casi imperceptibles apartaba un pliego y tomaba otro, su madre no atinaba a seguir como otras veces la obra del niño y ni siquiera notaba aquel extraño comportamiento del pequeño, su pensamiento estaba en Artemio, presintiendo la desgracia que se avecinaba.
El campesino sentía que las manos fuertemente atadas se le iban quedando insensibles; por la comisura de los labios le brotaba un fino hilo de sangre provocado por el golpe recibido. La tarde y la noche se fundían en una penumbra que alteraba la realidad de los objetos y pintaba el cielo con tonalidades caprichosas.
La mente del pobre hombre era un verdadero bullir de ideas; pensaba en su mujer y sobre todo en Anselmito. A estas horas, cavilaba con tristeza, ya su esposa habría salido a buscarlo, sentía miedo de que la soldadesca le hiciera daño o que encontrara su cuerpo allí, colgado de algún árbol.
Sus pensamientos estaban en lo cierto, la mujer no soportó más la angustiosa espera, apenas si había entrado al bohío desde que comenzó a anochecer, razón por la que no había descubierto algo extraordinario sobre la mesa y en el piso alrededor del niño ciego, su nerviosismo sólo le permitió tomar el viejo farol de los ordeños, suplicar a Anselmito que no se moviera del bohío y salir en busca del viejo.
El soldado, acomodado sobre un caballo que al pobre Artemio le parecía inmenso, fumaba un cigarro y con indolencia apresuraba el paso de la bestia sin importarle los tirones que sufría el infeliz campesino, llevado como un animal al matadero.
Junto a una mata de guásima se detuvo el jinete y se apeó del caballo. Artemio respiraba con dificultad y su ropa estaba empapada de sudor, sentía nauseas y un fuerte dolor de cabeza. El militar tomó de la montura el machete que habían quitado al campesino y cortó algunos ramajes gruesos que fue situando junto al tronco del árbol.
La vieja mujer caminaba de prisa por el estrecho sendero que se escurría dentro de la maleza, la luz del farol perforaba la oscuridad de aquellos lugares cuajados de grillos y soledades. Sentía el temor, mezclado con la certeza, de que al viejo le había pasado algo malo y sin medir las posibles consecuencias, no lo habían pensado dos veces para enrumbar sus pasos hacia el campamento del ejército.
El soldado obligó al campesino a treparse en los matojos. Profiriendo ofensas y otras blasfemias rodeó el cuello de Artemio con un lazo y luego con destreza de verdugo, amarró la soga a un gajo de la guásima; subió al caballo, se acercó al condenado y lo empujó, al tiempo que hincaba las espuelas en el animal y salía a todo galope.
La esposa de Artemio avanzaba sollozando, a lo lejos escuchó el galope de un caballo y una lechuza cruzó tenebrosamente por encima de su asustada cabeza.
El desdichado se estremeció, encabritándose violentamente en un esfuerzo desesperado por encontrar apoyo a sus píes, sus ojos se nublaron y un profundo dolor se apoderó de su organismo. Sintió que la vida se le iba y cuando las últimas luces de su existencia se apagaban, todo el peso de su organismo viajó en caída libre hacia el suelo; la cuerda se había roto. La sangré comenzó a fluir nuevamente y luego de un primer momento de desconcierto, el campesino logró quitarse torpemente el lazo.
Se puso en pie tambaleándose y fue hasta el trozo de soga que se mecía tímidamente en el gajo del árbol, miró el extremo con asombro y en ese instante sintió un ligero ruido a sus espaldas, volteó la cara y percibió una pálida luz que se acercaba, instintivamente trató de retroceder, pero la conocida figura que se acercaba lo llenó de alegría.
La vieja lo abrazó llorando, se fundieron en un largo y silencioso momento, Artemio trató de balbucear algunas palabras, pero la mujer le pidió conversar por el camino de regreso, recordando que el pobre Anselmito había quedado solo.
El guajiro contó los detalles, pero casi al final de la triste historia, hizo una pausa en sus palabras, algo no estaba bien en el desenlace de su suplicio y en la forma que se libró de una muerte segura; un verdadero milagro había ocurrido, la soga se había quebrado, o al menos eso pensó él en un primer momento… sin embargo, su experiencia campesina le demostraba otra cosa… la soga fue picada, tajada de un certero machetazo, sin explicarse cómo, pues no sintió llegar a nadie y cuando se incorporó del suelo reinaba un silencio sepulcral a su alrededor.
Artemio preguntó si había visto a alguien alejándose de la guásima, pero su mujer le aseguró que eso era imposible, porque ella habría sentido la presencia de otra persona y le insistió en que eran ideas de su atribulada cabeza, alucinaciones provocadas por la cercanía de la muerte.
Poco a poco se aproximaban al bohío y el hombre se empecinaba en jurar que la soga había sido macheteada. El silencio en la casa los asustó, suponían que la preocupación de Anselmito lo habría puesto en guardia y estaría esperando fuera. El temor de que algo malo le hubiera sucedido o la idea de que el niño pudo haber salido tras su madre, apresuró el paso de los recién llegados.
Entraron a un tiempo por la estrecha puerta y allí, con sus diminutas manos sobre la mesa, completamente exhausto, estaba el pequeño. La madre corrió hacia él y lo levantó en peso, lo abrazó y sintió su respiración pausada, advirtiendo su rostro envuelto en un feliz sueño. Artemio se había detenido, impresionado y pálido ante la multitud de hojas que cubrían el piso, la mesa y los taburetes, en ellas sólo había una cosa dibujada, algo que jamás el niño tocó, un croquis perfecto, casi la fotografía de un machete nuevo y filoso tajando una soga.
Tomado del muro de facebook del autor
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