
Por Miguel Cruz Suárez
Cuando la lluvia comenzaba a golpear las azoteas, solía refugiarme en el lugar más apartado de la casa donde el grueso de las paredes mitigaba un poco el ruido de las aguas y lo convertía en un murmullo sordo, casi lejano.
Necesitaba de ese silencio para escuchar “la voz” que había aparecido dentro de mí hacía ya bastante tiempo. Nunca conté a nadie sobre el suceso porque eso de escuchar voces suele ser tenido como síntoma irremediable de locura y casi con seguridad habría desatado la burla de los que me conocían y la preocupación inmediata de la familia.
Pero la voz existía y solo se hacía presente cuando llovía; no era gutural como los efectos que usa el cine para casos similares; no era parecida a la de ninguna persona conocida, ni podría haber asegurado que fuese enteramente de hombre o de mujer, era sencillamente una voz pausada y definitivamente humana.
No se trataba tampoco de la llevada y traída voz de la conciencia o el repiqueteo de mis propias palabras como un eco dentro de la cabeza, ella tenía vida propia y decía cosas que no eran producto de mis ideas, acostumbraba a hablarme de muchos temas e incluso alguna que otra vez recitaba poesía y hasta reía melodiosamente, aunque en ocasiones le notaba un aire de tristeza; una sensación de nostalgia por algo o por alguien.
Cuando paraba de llover se rompía el hechizo y solo con el próximo chubasco volvía con su diálogo inteligente. Hubo ocasiones en que, aun estando dentro de recintos donde resultaba imposible adivinar el estado del tiempo, yo sabía que estaba lloviendo porque la voz acudía como un anuncio infalible.
Toda la literatura que había consultado buscando una respuesta me conducía al campo de la siquiatría y como estaba seguro que por allí no andaba el tema terminé por dejar de buscar respuestas y aprendí a convivir con mi gran secreto y a disfrutar de ese hermoso privilegio; sin embargo, la cosa tenía también sus complicaciones pues la voz era ajena al mundo exterior y poco le importaba si yo estaba solo o acompañado para iniciar su plática lo cual me obligaba a mantenerme – siempre que podía – en solitario durante las lluvias.
Algo debieron notar las personas a mí alrededor porque poco a poco fui ganando fama de taciturno e incluso algunos juraban haberme visto reír o susurrar a solas, pero yo no hice mucho caso a los comentarios. Llegué a sentir un profundo desprecio por las épocas de sequía y me iba con frecuencia a lugares cercanos donde era visible que caería un aguacero, perseguía los pronósticos meteorológicos y con gusto me habría mudado al monte Waialeale en Hawái, donde según dicen llueve todos los días del año.
Pero mi realidad era otra y como hombre común iba al trabajo cada día y tomaba los ómnibus repletos donde a veces me sorprendía alguna llovizna y maldecía la multitud que impedía escuchar algún mensaje breve de la voz.
En uno de esos viajes de regreso a casa, bastante tarde, había logrado por obra de la noche alcanzar un asiento usualmente destinado a personas con alguna discapacidad, pero como tenía dos plazas y solo una estaba ocupada, allí me acomodé junto a una joven realmente hermosa que no parecía por su aspecto tener algún defecto visible y que tal vez también aprovechó la oportunidad de irse sentada.
El viaje siguió con su rutina en medio del silencio y del ronronear adormecedor del motor – ojalá hubiese llovido – decía para mis adentros, así al menos habría tenido mi voz porque mi compañera de asiento resultaba inmutable o al menos ese fue su comportamiento hasta que le tocó descender y con un gesto sorpresivo; cuando se marchaba, me miró fijamente, sonrió y apretó levemente mi mano. No tuve tiempo de reaccionar, ella se apeó con agilidad y el viaje continuó sin más incidentes.
Aquel suceso en el ómnibus no se me apartaba de la cabeza, una y otra vez acudía la imagen de la desconocida y aquel gesto inusitado. Algunos relámpagos lejanos presagiaban lluvia y me fui temprano a la cama listo para el diálogo acogedor. En plena madrugada me desperté sobresaltado, nervioso, incrédulo. Afuera caía un verdadero diluvio y dentro de mí reinaba un silencio increíble. Me levanté y me eché un poco de agua fresca sobre el rostro, me desperecé y abrí la ventana; llovía y no estaba la voz.
No estuvo esa noche, ni la otra en que también llovió, ni el domingo en que llegó un ciclón y demoró tres días en que bajaran los ríos con sus crecidas.
Triste marché al trabajo agobiado por la rutina y por el dolor de mi pérdida, seguí regresando cada noche, solitario y sin comprender lo sucedido, hasta que unas semanas después al montar en el ómnibus y notar que solo permanecía sin ocupar el espacio que aquella noche inolvidable tenía la joven, dudé en sentarme respetando el derecho de los discapacitados y pensando en la probable llegada de alguno de ellos, fue entonces que el chofer me fulminó con una frase estremecedora: puede sentarse, no tenga pena, ese era el asiento de la joven muda, pero ya no lo usa más, me han dicho que encontró su voz.
Tomado del muro de facebook del autor
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