
Por Luis Toledo Sande
La saña con que el imperio y sus voceros y vocerillos calumnian la obra de Cuba no solo de modo general, sino particularmente en la salud —donde tanto aporta a su pueblo y a otros en el mundo— muestra una rabia carente de toda ética. Y, si lo hacen con respecto a ese frente, ¿qué no harán para denigrar a las instituciones encargadas de garantizarle al país la soberanía, la seguridad y el orden?
Pero nadie conoce mejor que cubanos y cubanas fieles lo que la Revolución ha significado, incluyendo el replanteamiento policial desde enero de 1959. El régimen —tiránico y lacayunamente proimperialista— barrido por la Revolución, representaba a los opresores y tenía la tortura y los asesinatos como recursos en su modo de operar.
Con decisiva participación popular, y de organizaciones políticas y de masas —los Comités de Defensa de la Revolución entre ellas—, a las nuevas fuerzas armadas y policiales les correspondió actuar contra terroristas empeñados en el regreso del régimen derrotado. En esa realidad surgió la definición que se le aplicó al ejército: “pueblo uniformado”, válida en general para el sistema defensivo del país, con fuerzas en que brillaron las Milicias Nacionales Revolucionarias.
Sobre la herencia legada por las luchas independentistas y contra la esclavitud, y luego contra los males de la República neocolonial, lo hecho en montañas y en llanos durante la etapa final de la guerra de liberación permitió, desde fecha temprana, que el triunfo revolucionario acendrase la unión combativa de hombres y mujeres de todos los colores. La impetuosa unidad se fortaleció en una fragua en que descollaron sucesos como la lucha con que se aplastó a las bandas de alzados contrarrevolucionarios y a la invasión mercenaria que planeaba establecer una cabeza de playa en Girón.
Hablando particularmente de la policía, la ha distinguido en general el respeto a la dignidad humana y el afán de evitar la violencia. Si algo parece impugnársele por parte del sector ampliamente mayoritario que en la población repudia los hechos delictivos, no es que incurra en el uso desmedido de la fuerza. De lo que a menudo se le tilda a nivel popular es, por el contrario, de la tendencia a comportamientos tolerantes, de los cuales se aprovechan delincuentes y otras personas de conducta indeseable.
En esa realidad habrán influido, además de la propia ética revolucionaria y el modelo de sociedad al que se aspira, los malos recuerdos de la actuación de la policía en la República neocolonial. Súmese a ello el concepto de que la policía revolucionaria no debe parecerse a la del pasado cubano, ni a las que en otros países sirven a intereses dominantes opresores y reprimen brutalmente, en especial, a los más humildes. Y no se descarte el peso que pueda haber tenido el propósito de no dar pábulo a los gestores de la calumniosa propaganda contrarrevolucionaria que, aunque ejercida básicamente desde el exterior, sería un desacierto suponerla carente de ecos y asideros en el país.
Pero Cuba ha de tener el cuidado necesario para no abrir brechas a nada que pueda debilitar la energía requerida para defender sus conquistas y, en ellas, la tranquilidad ciudadana. Necesita que su policía sea cada vez más profesional, aúne firmeza y buena educación y tenga en todos los órdenes —educación, civilidad, fuerza física y recursos materiales para la defensa personal, entre otros— la preparación que la capacite para actuar lo más impecablemente posible.
Esa guía le permitirá seguir previniendo deformaciones en su seno, y erradicarlas si aparecen. Como ningún colectivo humano lo forman seres perfectos —libres, por obra y gracia de buenas intenciones y decretos nobles, de cometer errores, de incurrir en insuficiencias o excesos—, si es menester ha de continuar aplicando en sus filas los procedimientos disciplinarios o penales correspondientes, como ha hecho. Su brújula no debe hallarse en complacer a enemigos ni librarse de la aviesa propaganda urdida por estos, sino en respetar a la población y las justas normas revolucionarias, y mantener la eficacia en una institución de la que tanto depende el bienestar colectivo.
Ninguna policía del mundo puede soslayar el papel represivo que por definición le corresponde. Pero en Cuba ni remotamente se trata de aplicar las prácticas punitivas que en otras latitudes propician actos brutales, sañosos homicidios incluidos. No está la policía cubana para salvaguardar intereses de mafias ni de castas poderosas, ni para comportamientos basados en males tan repudiables como la discriminación étnica.
Las supervivencias que, contrarias a la obra de la Revolución, asomen de una lacra como el llamado racismo —con el crimen afincado en ese nombre, que da como cierto lo que es falso: la existencia de razas en la especie humana—, merecen condena. En la historia de la nación vibran enseñanzas emancipadoras incompatibles con la injusticia, no digamos ya con la eventualidad —impensable en Cuba— de que un ser humano sea asfixiado bajo la rodilla de un agente capaz de disfrutar la muerte de la víctima.
La médula justiciera abonada por la Revolución, solo admite las diferencias que valga establecer entre delincuentes y personas honradas, entre quienes cometen crímenes y quienes respetan la ley, entre chusmería y decencia. Y ese deslinde moral y necesario, que no legitima actos de violencia evitables, tampoco debe implicar temor al pleno ejercicio de la autoridad requerida para que se respeten la Constitución y las pautas de convivencia, las leyes, la civilidad, la propiedad social y la individual, la ética.
Quienes visitan con ojos limpios a Cuba pueden dar fe del comportamiento que caracteriza, como regla, a su policía. Está fresco en las redes sociales el testimonio del académico estadounidense August H. Nimtz, profesor de Ciencias Políticas y Estudios Afroamericanos y Africanos en la Universidad de Minnesota. De ancestros africanos él mismo, ha estado —junto con su esposa, étnicamente caucásica— en Cuba, y ha reflexionado sobre la realidad que, de 1959 para acá, impide que aquí prosperen hechos de discriminación y bestialidad policial como los que abundan en los Estados Unidos, entre ellos el reciente asesinato de George Floyd.
Nadie venga a querer que la policía cubana soporte lo que no debe soportar, y permita que los delincuentes abusen de la generosidad revolucionaria, o incumpla su misión por temor a que dolosamente se acuse al país de violar derechos humanos. Esos derechos, para los que aquí se reclama y se instituye respeto, son sistemáticamente burlados en naciones donde se orquestan las campañas de injurias contra Cuba.
Entre los mayores derechos humanos que la policía cubana, como parte de la sociedad y su sistema de instituciones, debe cuidar y defender, sobresale la tranquilidad de la ciudadanía, su derecho a vivir en paz y en orden. Ese empeño exige cuidar también la educación y la civilidad generales, propósito que requiere una labor informativa tan rigurosa como amplia, y cumplida sin precipitación ni demoras impertinentes.
Así ocurre, sobre todo, en tiempos en que, por las razones y sinrazones que sean, si un hecho no se trata inmediatamente en los noticieros de la televisión o en diarios nacionales, habrá quienes crean o quieran hacer creer que se oculta, aunque esté presente en otros espacios. Máxime si lo sucedido tiene significación como para difundirse masivamente.
Si los rumores son inevitables, las tinieblas que ellos generan se agrandan y agravan cuando falta o demora la noticia seria. Esta debe darse a tiempo, lo que entraña desafíos para el sentido de responsabilidad que debe caracterizar a la información basada en la objetividad y en la ética, virtudes de las cuales carece la feroz propaganda anticubana.
Tomado de Cubaperiodistas
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