Por Michel E. Torres Corona
El principal reto del Partido Comunista de Cuba es ser vanguardia: tener la capacidad de aglutinar a los mejores entre los buenos, como decía el Che. Y también, por supuesto, poder asimilar esos núcleos de intelectuales orgánicos al sistema que pueden tener vínculo formal con el Partido o no; y que son nichos de resistencia contrahegemónica que tiene que asimilar, acercar y, de alguna manera, instrumentar su pensamiento.
El Partido no es un ente para la preservación del statu quo. Es la herramienta organizativa de las masas populares para guiar la transformación revolucionaria de la realidad social. Como organización política rectora de la sociedad cubana debe canalizar ese entusiasmo que se genera en torno al proyecto sociopolítico que es la Revolución, ese empuje a favor del sistema alternativo que defiende el Partido y que, dentro o junto a él, defendemos nosotros.
Otro de los grandes desafíos que tiene en la política contemporánea es el de delimitar cuáles son sus funciones. Algunas están determinadas en la Constitución, pero se tienen que llenar de contenido. Debe articular un modo de actuación que no suplante ni al gobierno ni a la administración en ninguno de los niveles en todo el país.
Además, debe trabajar en la interacción con los dispositivos ideológicos que operan en la sociedad cubana: la escuela, los medios de comunicación, etc. A partir de la autoridad formal que le otorga la Constitución y la autoridad material, que gana a través de la acción de sus militantes, el Partido tiene que influir en esos dispositivos para que no sean meros reproductores del sentido común liberal, sino que tributen a la emancipación del ser humano.
No se puede construir el socialismo solo eliminando condiciones objetivas de explotación o intentando ser un régimen de bienestar general, de bienestar exclusivamente económico. También hay que ir gestando lo que el Che denominó “hombre nuevo”. En esto tiene un papel fundamental el Partido, no sólo en aglutinarlos sino en descubrirlos; influir, a través de su organización y de los dispositivos ideológicos que se le subordinan, en esos hombres nuevos que son la arcilla fundamental de la sociedad que estamos tratando de construir.
En su relación con la prensa y con los medios masivos, el Partido tiene que modernizar sus métodos de comunicación, sorteando el peligro de la frivolidad. El ánimo de llegar a públicos “más amplios” o el afán de ser “modernos” pueden torcer el rumbo de la organización y convertirla en un símbolo de todo lo que debe ser objeto de lucha de la Revolución, de todo lo que debe negar la Revolución.
El socialismo no es un modelo en el sentido estrictamente económico, sino también es un continuo proceso de lucha por un sistema de ideales más avanzados y por una nueva profundidad de la dimensión humana. Ningún revolucionario, sea militante o no, puede perder eso de vista; nunca puede dejar de alertar sobre ello.
Tras el triunfo revolucionario había un eslogan o consigna que rezaba: “La Revolución no te dice cree, la Revolución te dice lee”. Era la preocupación constante de alfabetizar al pueblo. Hoy todos sabemos leer y escribir, pero hay que profundizar esa alfabetización, hallar nuevas sensibilidades, nuevas perspectivas en lo intelectual. Nunca podemos conformarnos con lo que tenemos hoy: una realidad con grandes logros pero también con carencias que debemos ir supliendo, no solo en el orden material.
El Partido, por ende, debe ser adalid de esa sociedad de sujetos más revolucionarios y cada vez más preparados. La condición de comunista debe estar divorciada de la mediocridad y la ignorancia.
Para algunos estudiosos, la solución a estos retos que enfrenta el Partido es la fórmula de la equidistancia o, incluso, de una supuesta “separación radical” del Partido y del Estado. Es una tesis que no tiene asidero en el plano ontológico ni propósito viable desde un análisis deontológico.
En el ámbito de la ontología partidista, esta organización tiene dos dimensiones fundamentales: la objetiva y la subjetiva.
En la dimensión subjetiva, que es la dimensión personal, humana, la de sus militantes, es imposible la equidistancia. Un militante puede ser lo mismo diputado a la Asamblea Nacional, jefe en un centro laboral, la persona que sirve en un restaurante o vende el pan a diario. Todos los ciudadanos cubanos somos militantes en potencia y, en ese sentido, no puede haber equidistancia.
En cuanto a la dimensión objetiva del Partido, que es su forma organizativa, sus métodos de trabajo, no hay equidistancia ni separación radical. Lo que existe, y en lo que se debe profundizar, es en una diferenciación de funciones. El Partido no puede usurpar funciones gubernamentales ni administrativas, pero sí “forma equipo” con el Estado, el gobierno y la administración, en los fines de la construcción del socialismo.
Eso no está divorciado con la idea de que el Partido debe generar crítica a la gestión estatal. Al contrario, una de sus funciones es la de determinar los fines de la sociedad socialista, de diseñar esa estrategia para alcanzar metas trazadas a mediano y largo plazo. El aparato partidista y toda su militancia operan como mecanismo de control político de esa gestión estatal, que debe apuntar siempre a los fines del socialismo.
El Partido debe estar allí donde el pueblo se vea afectado por alguna decisión de un gobierno local, de la administración a cualquier nivel o del gobierno central. Además, tiene que mantener ese estrecho vínculo popular que parte de su propia militancia; y debe vencer lo que se conoce como ley de hierro de Robert Michels. Michels decía que cualquier tipo de organización política tendía a la oligarquización, o sea, que hubiera una élite que se divorciara de la voluntad de su masa militante.
El PCC tiene que negar esa oligarquización de sus estructuras, esa burocratización de sus funcionarios (en el sentido leninista del término). Pero no es el sofisma de la equidistancia o la idea de separar radicalmente al Partido y al Estado la solución: hablamos de un sistema en el que no tiene funciones electorales ni ejerce autoridad (en el plano formal) sobre los órganos estatales, pero sí tiene como rol constitucional la de guiar los esfuerzos de la sociedad cubana en la construcción del socialismo. La clave está en la diferenciación de funciones y en su carácter democrático.
El pensamiento liberal plantea que hay una dicotomía, un antagonismo irreconciliable entre el valor de la democracia y el modelo de partido único. Un teórico de la democracia muy conocido, Giovanni Sartori, plantea que en el sistema de partidos donde no haya competencia es inviable la democracia. Simplemente dice: “no hay varios partidos compitiendo, no hay democracia”. Niega así la idea de la democracia como subordinación de la sociedad a la voluntad de la mayoría, equiparándola a una fórmula: el pluripartidismo.
El pluripartidismo en Cuba existió y se implementaron todos los tipos de democracia liberal y sistemas tradicionales de partidos que existieron durante el siglo XX. Ninguno de ellos pudo ser capaz de solucionar las crisis sistémicas que se dieron a nivel político y, por supuesto, económico. Desde la segunda intervención estadounidense, pasando por el bochornoso cooperativismo partidista en torno a Machado (el Mussolini tropical, como lo llamara Mella) hasta la “edad dorada” de la democracia liberal en los 40, años de corrupción y asesinatos políticos que desembocaron en la cruenta tiranía de Batista, Cuba siempre estuvo al borde del caos.
Fue la Revolución la que liberó al país de ese destino oscuro y aparentemente inexorable. Si bien la lógica de vanguardia forma parte de los valores políticos de la Cuba socialista, es siempre bueno precisar que no fue un Partido el que hizo la Revolución, sino que fue al fragor de ese proceso que se fue articulando un Partido único, una organización que concentró a todas las fuerzas políticas revolucionarias.
El Partido Comunista de Cuba no es un partido político en el sentido liberal que se la ha otorgado: un mito ideológico, una falsedad en la que los partidos son meros instrumentos electorales. Los partidos son organizaciones de corte clasista que representan intereses de clases.
El nuestro representa un proyecto de nación específico que está asociado a la justicia social, a la soberanía, al antiimperialismo. Un proyecto de nación que enarbola los intereses de la clase trabajadora, del pueblo, lo cual es la mejor garantía para el ejercicio de la democracia real (que no se puede limitar únicamente a formalismos y rituales).
El Partido, en su interrelación con el pueblo, tiene capacidad de asimilar su voluntad, las opiniones de las personas que forman parte de él o no y, además, sus militantes, en todos los ámbitos de su actuación, deben ser los paladines de ese pueblo contra cualquier injusticia.
Por eso hay que decir que el Partido no es un ente ajeno a nosotros, dado que formamos parte de él o interactuamos con sus estructuras y militantes a diario. No es una organización supranacional, supraestatal o suprasocial, no es un contrapoder: es un cauce más para el ejercicio de la soberanía popular, sin equidistancia o contraposición con el Estado. Todo el sistema político socialista, en definitiva, responde al principio de la unidad del poder, de la indivisibilidad de la soberanía que reside única y exclusivamente en el pueblo.
No hay separación o partición de poderes, sino diferenciación de funciones para todos los componentes del sistema político.
El éxito del sistema de partido único radica en la capacidad de convencer a todas las personas que habitamos Cuba, de que hagamos nuestro proyecto de vida en torno a ese proyecto común que es el socialismo; y que el modo de ver la realidad que necesita este modelo alternativo, sea nuestro modo de ver, nuestro modo de asumir la realidad y, por supuesto, de tratar de transformarla. Es la función hegemónica del Partido, la que ejerce en el ámbito ideológico, su principal y más importante tarea.
Ni el PCC, ni ningún revolucionario debe trabajar desde o para la unanimidad, sino en aras de la unidad. Pero no una unidad en abstracto sino precisamente la unidad de las personas que defienden un proyecto de nación específico en oposición a otros proyectos de nación que se han probado en Cuba y que no han funcionado.
De ello depende el futuro de nuestro país y del sueño socialista que se nos ha entregado en fideicomiso.
Tomado de Bufa Subversiva
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