Por Graziella Pogolotti
La maltrecha República neocolonial estaba cumpliendo medio siglo. Nació mutilada. Los participantes en la Constituyente de 1901 terminaron por aceptar la imposición de la Enmienda Platt y los tratados económicos que nos condenaban a la dependencia, por preservar la bandera y construir una frágil institucionalidad política. El país entraba en el siglo lacerado por la guerra, la tea incendiaria y la reconcentración. Con todo, los sueños no habían muerto. A pesar de la danza de los tiburones —parásitos de los bienes del país— y del intervencionismo del imperio, la sociedad se reagrupaba con vistas a encontrar vías para sacudir el yugo. Impalpable, el legado martiano se mantenía vigente y actuante como patrimonio indestructible de la nación. A la vuelta de los años 20 del pasado siglo, los obreros, las mujeres, los estudiantes, los intelectuales, atenidos al momento histórico, enriquecieron las bases de un programa transformador. La conciencia antimperialista se articuló y cobró forma, en la teoría y en la práctica, en tanto premisa para la conquista de una auténtica soberanía nacional. Este concepto fue siembra indeleble de la Revolución del 30.
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