Por Alexis Díaz-Pimienta
La semana pasada vi a Silvio Rodríguez en directo dos veces. El día 28 de septiembre, en León, y el día 2 de octubre, en Madrid. El día 28 le entregaron el Premio Internacional de Literatura “Leteo”, por el conjunto de su obra (premio que antes recibieran autores como Antonio Gamoneda, Martin Amis, Paul Auster, Juan Gelman, Michel Houellebecq y otros “monstruos de lo escrito”: Silvio es el primer “monstruo de la oral” que lo recibe), y el acto consistía en una charla-entrevista distendida del trovador cubano con el público. Y fue un espectáculo. Fue un espectáculo verlo tan sobrio como siempre —da una impresión muy rara: entre fragilidad y nerviosismo, entre distancia y cercanía: un amiguete que habla bajito como si el público durmiera y no quisiera despertarlo—; dio gusto verlo responder y disertar sobre su propia obra como si hablara de la obra de otro en primera persona. Le preguntaron si se creía poeta. Era un premio literario, recuerden, y no habré sido yo el único en la sala que recordara la polémica en que resultó el Nobel a Dylan, hace solo unos años, ni habré sido el único en pensar entonces que, antes que Dylan o tanto como Dylan, un Nobel de ese tipo lo merecía el autor del “Unicornio”.
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